En los últimos años el impulso alcanzado por todo el universo de sabores, presente  en la cocina y la gastronomía está siendo  enorme. Lo cual  ha propiciado  un interés especial por las investigaciones sobre el sentido del gusto.

Todos tenemos la imagen del bebé, sentado en su  trona y la madre dándole su primer puré de hortalizas (con su ligero sabor amargo). El pequeño pone mala cara, tuerce el gesto y de un manotazo arroja la bandeja al suelo  poniendo perdida a la madre.

La mueca del bebé es primitiva. Está  orientada a propiciar nuestra supervivencia: discernir entre alimento y veneno.

Todo lo contrario sucede si la madre ofrece al niño algo dulce. Su cara se ilumina, sus labios se fruncen como si se dispusiera a mamar.

En realidad el gusto es química. Cuando una molécula de alimento entra en contacto con un microscópico  botón gustativo oculto dentro de las papilas linguales comienza el proceso. Se creía que cada  zona de la lengua  contenía receptores específicos para un determinado gusto, el mapa lingual.  Sin embargo, aunque algunas personas presentan una mayor concentración de determinados receptores en zonas concretas de la lengua, los gustos se perciben globalmente en cualquier punto.

La mayoría de expertos coincide en que hay cinco tipos de percepciones gustativas: dulce , salado, ácido, amargo y unami ( descrito por  un científico japonés hace más de un siglo) potenciador de los alimentos  (glutamato sódico). Más recientemente se han propuesto otros seis gustos básicos, entre ellos el  cálcico y el graso, aunque todavía no hay un consenso unánime sobre  ello.

Por si mismos los receptores gustativos no crean el  gusto; deben estar conectados a los centros gustativos del cerebro. Las  señales procedentes de la lengua llegan a través del tronco cerebral  y en la corteza cerebral, o  quizás en algún punto  del camino, se convierten en parte de una sensación compleja, sólo  parcialmente comprendida, que los humanos llamamos gusto, pero que en realidad deberíamos llamar sabor. Sólo una pequeña parte de lo que experimentamos al comer depende de las papilas gustativas. El resto es el resultado de una clase de olfato  indirecto.

Cuando masticamos, tragamos  y exhalamos, las moléculas volátiles del alimento ascienden por detrás del paladar y penetran en la cavidad nasal desde atrás. Allí están los receptores olfativos (300-400 tipos diferentes) que son los creadores principales de lo que sentimos como un sabor. Esto no es lo  mismo que el gusto, pero tampoco coincide con el  olfato normal, porque el cerebro distingue entre los olores que percibimos por las fosas nasales y los  que nos llegan por vía retronasal cuando comemos.

El cerebro sabe si estamos oliendo o masticando y tragando y da un procesamiento diferente a una y otra señal. Al combinar el olfato retronasal y el  gusto, el cerebro crea lo que llamamos SABOR.